miércoles, 9 de febrero de 2011

nostalgia.

Yanina fue de la única mujer que me enamoré. La única. Siempre me gustaron las chicas. A quien no? Tienen que admitir que somos lindas las chicas. Pero siempre las quise para jugar, como muñequitas, sólo para jugar un rato.
Pero  a Yani no, ella no era para jugar sólo por un rato. Me di cuenta en seguida y  no la quise dejar ir. Lo lindo fue que tampoco ella quiso soltarme.
La conocí en el laburo y la verdad que al principio no me caía muy bien. Envidia de chicas, mal al que no escapo. Ella no sólo era mucho más linda, era simpática, inteligente, interesante.  
La primera vez que salimos en grupo, con los nervios y el caretaje propio de la primer salida con compañeros de trabajo, Yani con su sonrisa, me agarró de la mano y me llevó al baño, me dijo “hasta los 30 está bien, después tenemos que parar”, se rió y puso una moneda en mi nariz. De verdad que no me la esperaba, “te gusta sorprender” no se si lo pensé o lo dije, pero ella lo entendió.
Vivimos juntas, casi dos años. Una casa en san telmo, con olor a humedad, techos altos y canillas rotas. El balcón daba directo a la puerta de una comisaría, Yani se asomba en tetas todas las mañanas a recibir el día. Después hacia la cama. La terminaba siempre dándole un beso a mi almohada (ese gesto me podía, corría a abrazarla cuando la veía hacerlo). Mirábamos en la cocina la novela que a ella le gustaba mientas me cocinaba cosas ricas y charlábamos de la vida. Yo lavaba los platos.
Un día la encontré llorando, me dijo que tenía novio, que se iba a vivir con él, que bueno, que si, que el amor, que las cosas, que la gente, que los 30, que te quiero, pero viste, que la madre, que el hermano, que por ahí, que se yo. Al otro día se llevó todos los muebles, los vasos y los cubiertos, hasta las cucharitas. Dejó al gato y el escobillón en el lavadero.